Otra
noche más se encontraba sola en la ciudad, a pesar de las miles de personas que
caminaban por las calles. En sus rostros no veía rasgos conocidos, ya llevaba
varias semanas en soledad y su único deseo era poder ver sus ojos marrones una
vez más. En cada hombre que se cruzaba buscaba desesperadamente esa sonrisa
torcida que le hacía acordar a él, y que a la vez despreciaba con todo su
cuerpo.
Se
preguntó si la solución a este problema era salir a buscar eso que necesitaba
hace ya mucho tiempo, pero en vez de encontrarlo, estaba convencida de que
fallaría ni bien sus pensamientos se pusieran en su contra y la quebraran por
dentro. Ella se convencía constantemente de que el corazón era simplemente un
órgano incapaz de sentir pena por algo que producía la mente, pero ese dolor
agudo que sentía en el centro de sus latidos no desaparecía por más que lo
intentara.
Pensó
que lo mejor era seguir caminando por la ciudad, y de repente sintió una
pequeña gota deslizarse por su nariz. Llovía. Observó cómo la gente frenética
se dispersaba corriendo como gatos para no mojarse con la lluvia, nunca había
comprendido que era tan dañino en el agua como para alarmarse tanto, para ella,
la lluvia era lo que más la reconfortaba en momentos de tristeza.
Decidió
entrar en su bar favorito ya que sus charlas prolongadas con Ignacio, el hombre
de la barra, siempre lograban subir algo su ánimo, y a veces, albergaba
esperanzas de poder conocer a alguien nuevo para compartir su vida. Se sentó en
su asiento usual en la barra.
-Ignacio,
haceme un Martini seco por favor.
-Hacía
mucho que no pedías alcohol, ¿una noche dura?- Preguntó Ignacio sin dejar pasar
la demostración de su preocupación en su rostro.
-Una
noche igual a todas las anteriores, pero como hoy llueve, quiero celebrarlo.
-Cierto
que sos una amante ferviente de las tormentas.- dijo Ignacio sonriendo.
-No
sé si amante es la palabra indicada, pero sí creo que las tormentas son una
manera de renovarse, así como limpian la ciudad de todo lo que haya quedado en
los días anteriores, cada vez que llueve yo siento como si todas las malas
decisiones que tomé poco a poco se desvanecieran.
-Entonces
esta noche tenemos suerte.- expresó Ignacio entregándole el Martini sin borrar
la sonrisa de su rostro.
Por
la puerta entró un grupo de amigos risueños que no dudó en sentarse en la mesa
de siempre. Ella siempre los veía y envidiaba sus fluidas conversaciones sobre
lo bella que era la vida de cada uno de ellos. Desde donde los miraba, parecían
perfectos. Su atención se desvió hacia la puerta nuevamente, donde vió entrar a
un hombre, probablemente adentrado en los treinta, que tenía un saco verde
empapado por la lluvia que no combinaba en absoluto con esa bufanda a cuadros
que, curiosamente, era igual a una que usaba su abuelo cuando paseaba con ella
por el parque.